No existe ningún comportamiento humano, ninguno, que no busque o activar una emoción grata o apaciguar una emoción ingrata. Dicho de otra forma, sin emoción no hay acción. Dicho de una tercera forma: si tu mensaje no activa una emoción deseada o no desactiva una emoción indeseada, no sirve para nada.
Cuando se habla de mensajes publicitarios racionales y emocionales se suelen confundir las cosas. Oigo muy a menudo cosas como “vamos a lanzar un mensaje más racional porque lo último que hicimos, más emocional, no funcionó”. Nos estamos engañando: si no funcionó es que no era realmente emocional.
“Pero nosotros lanzamos una vez un mensaje muy racional y funcionó muy bien”. Nos seguimos engañando: si funcionó es que era emocional.
Aclaremos las cosas de una vez por todas: cualquier mensaje tiene, en realidad, dos dimensiones: su composición y su impacto.
- La composición puede ser racional, es decir que expone y/o conecta hechos de forma lógica (“el 90% de los que lo prueban, repiten”) o emocional, es decir que propone una idea o juicio más o menos creíble que actúa como una premisa que se sostiene a sí misma (“esta marca es para los que saben disfrutar de la vida”).
- El impacto puede ser emocional o neutro. Si su impacto es emocional, es decir ayuda a activar una emoción deseada, o ayuda a inhibir una emoción presente e indeseada, moverá a la acción. Si no hace ninguna de las dos cosas, el impacto es neutro, y no producirá efectos.
Así, un mensaje puede ser, en su composición, racional y funcionar muy bien en tanto que logra un impacto emocional. Y un mensaje puede ser emocional en su composición y, sin embargo, causar absoluta indiferencia en el receptor.
Por tanto, no debemos fijarnos tanto en si la composición de un mensaje es racional o no, como en el impacto que dicho mensaje produce, y procurar mucho que dicho impacto vaya en un sentido: activar emociones deseadas por el público objetivo al que nos dirigimos o calmar emociones presentes y no queridas por éste.